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miércoles, 5 de noviembre de 2025
Una de las Fuentes del Sufrimiento
Nuestra conciencia de la muerte de todas las cosas hace que la felicidad más luminosa que nos es dado probar esté siempre velada por una bruma
de pesar.
La conciencia de la muerte que nos atormenta está lejos de ser una fuerza puramente negativa, nos hace ver la vida no ya como algo simplemente dado, sino como un don inaudito, sagrado. Nos insufla el sentido del valor transformando nuestras vidas en unidades únicas. «Una vida no vale nada, pero nada vale una vida».
Una noción que nos hace ascender en la comprensión de la aventura humanaes la unicidad de cada vida. Esta unicidad no se limita sólo al cuerpo humano, se constata en toda la naturaleza: no hay una hoja que se parezca a otra hoja, no hay una mariposa igual a otra mariposa. Entre los seres humanos, la unicidad implica también todo el trabajo del espíritu y toda la revelación del alma. Lo que es único es el ser de cada uno en su totalidad y es con la muerte como se forja un destino singular. «La muerte transforma la vida en destino». Por este hecho, el universo no es un simple montón de entidades que se agitan ciegamente, sino que está formado por una extraordinaria multiplicidad de seres, cada uno de los cuales, movido por el deseo de vivir, sigue un trayecto orientado, un trayecto que le es absolutamente propio. Una fuerza irresistible nos empuja a ir hacia delante. Y esta fuerza, como sabemos, no es otra que el tiempo irreversible.
El tiempo es, en efecto, el gran ordenador que arrastra al conjunto de los seres vivos en el formidable proceso del devenir. En el corazón de este proceso los humanos, únicos conscientes de ser mortales, se encuentran en una situación muy particular. Cada humano, en uno u otro momento de su existencia, se ajusta al hecho de que la unicidad le es a la vez un privilegio y una limitación. No ignora que el tiempo no se le ha otorgado de forma indefinida, que el tiempo limitado que se le ha otorgado lo hostiga a vivir plenamente. ¿No corre el riesgo esta lógica de encerrar al individuo en una horrorosa postura de orgullo y egoísmo? Este es un riesgo muy real, es una de las fuentes del sufrimiento. El sentido común nos dice que si soy único, es que los otros también lo son, y cuanto más únicos son, más lo soy también yo; y, a la vez, mi unicidad no puede probarse y experimentarse más que a través de la confrontación o la comunión con la de los otros. Aquí comienza la posibilidad de decir «yo» y «tú», aquí comienzan el lenguaje y el pensamiento, y esto se verifica de manera especialmente intensa en los lazos de amor. Así, más allá de todos los antagonismos inevitables, existe como una solidaridad fundamental que se establece entre los seres vivos. Incluso acabamos por comprender que la felicidad buscada proviene siempre de un encuentro, de un intercambio, de un compartir.
La conciencia de la muerte que nos atormenta está lejos de ser una fuerza puramente negativa, nos hace ver la vida no ya como algo simplemente dado, sino como un don inaudito, sagrado. Nos insufla el sentido del valor transformando nuestras vidas en unidades únicas. «Una vida no vale nada, pero nada vale una vida».
Una noción que nos hace ascender en la comprensión de la aventura humanaes la unicidad de cada vida. Esta unicidad no se limita sólo al cuerpo humano, se constata en toda la naturaleza: no hay una hoja que se parezca a otra hoja, no hay una mariposa igual a otra mariposa. Entre los seres humanos, la unicidad implica también todo el trabajo del espíritu y toda la revelación del alma. Lo que es único es el ser de cada uno en su totalidad y es con la muerte como se forja un destino singular. «La muerte transforma la vida en destino». Por este hecho, el universo no es un simple montón de entidades que se agitan ciegamente, sino que está formado por una extraordinaria multiplicidad de seres, cada uno de los cuales, movido por el deseo de vivir, sigue un trayecto orientado, un trayecto que le es absolutamente propio. Una fuerza irresistible nos empuja a ir hacia delante. Y esta fuerza, como sabemos, no es otra que el tiempo irreversible.
El tiempo es, en efecto, el gran ordenador que arrastra al conjunto de los seres vivos en el formidable proceso del devenir. En el corazón de este proceso los humanos, únicos conscientes de ser mortales, se encuentran en una situación muy particular. Cada humano, en uno u otro momento de su existencia, se ajusta al hecho de que la unicidad le es a la vez un privilegio y una limitación. No ignora que el tiempo no se le ha otorgado de forma indefinida, que el tiempo limitado que se le ha otorgado lo hostiga a vivir plenamente. ¿No corre el riesgo esta lógica de encerrar al individuo en una horrorosa postura de orgullo y egoísmo? Este es un riesgo muy real, es una de las fuentes del sufrimiento. El sentido común nos dice que si soy único, es que los otros también lo son, y cuanto más únicos son, más lo soy también yo; y, a la vez, mi unicidad no puede probarse y experimentarse más que a través de la confrontación o la comunión con la de los otros. Aquí comienza la posibilidad de decir «yo» y «tú», aquí comienzan el lenguaje y el pensamiento, y esto se verifica de manera especialmente intensa en los lazos de amor. Así, más allá de todos los antagonismos inevitables, existe como una solidaridad fundamental que se establece entre los seres vivos. Incluso acabamos por comprender que la felicidad buscada proviene siempre de un encuentro, de un intercambio, de un compartir.
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