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martes, 4 de noviembre de 2025

El Mandato del Cielo

En lugar de mirar la muerte desde el punto de vista de la vida, podríamos configurar la vida desde nuestra muerte concebida no como un fin absurdo, sino como el fruto de nuestro ser. Pues en el seno de un mundo aleatorio, lleno de imprevistos, no poseemos más que una certeza absoluta: cada uno de nosotros ha de morir algún día.

Sin embargo, ¿no tendríamos ya nada más que decir ante este absoluto? No lo creo, por la simple razón de que a causa de la vida, la muerte en modo alguno nos parece un hecho absoluto. En realidad, si la vida no existiera, no habría muerte. Siendo esta el cese de un determinado estado de vida, su «absoluto» no podría haber surgido de ella misma: no ha podido imponerse más que por otro aún más absoluto, aquello por medio de lo cual la vida ha acontecido. Ese Origen impuso la muerte como una de sus propias leyes y, por ello mismo, la propia muerte se convirtió en una de las pruebas de lo absoluto de la vida. No podemos pensar la vida sin pensar la muerte, como tampoco podemos pensar la muerte sin pensar la vida. Pero en este binomio indivisible, la vida es quien tiene la preeminencia. ¿Tendrá la muerte la última palabra? Esto es improbable.

Lo absoluto de la vida significa que, al ofrecerse como un don a cada uno, es también una exigencia. Implica un cierto número de leyes fundamentales que garantizan una vida abierta y, por consiguiente, la verdadera libertad. Vivir no se limita al hecho de existir corporalmente. Vivir compromete a todo el ser, compuesto de un cuerpo, un espíritu y un alma. Vivir compromete además al ser individual en la aventura del Ser mismo. Cada uno de nosotros está unido a los otros, y estamos todos unidos a una inmensa Promesa que asegura desde el Origen el transcurso del Camino. En esta unión fundamental que se verifica en todos los niveles hay, entre cada destino y lo que dirige el destino del universo, como un pacto, como una alianza que implica responsabilidades tácitas. La noción de «mandato del Cielo» es lo que se propone para designar lo que corresponde a cada vida. Cada uno está obligado a mantener este mandato hasta el «final», sin interrumpirlo de manera artificial. Es afrontando las pruebas de este «final» como el ser se revela a su verdad irreductible, a su parte irremplazable. Por eso el suicidio, se diga lo que se diga, se percibe en general como un drama con relación al Ser, una especie de fracaso.

La vida tiene la supremacía. Pero esto no significa que no exista el problema. Nosotros, humanos sobre la Tierra, estamos atrapados en un engranaje implacable: la certeza de morir sin conocer ni el día ni la hora de nuestra muerte se convierte para nosotros en fuente de todas las incertidumbres. A pesar de nuestras mil medidas pensadas para darnos seguridad, vivimos bajo la amenaza de enfermedades, accidentes, conflictos mortales, pérdida de seres queridos. De ahí nuestra permanente angustia. Considerando esta situación, tenemos motivos para hablar del milagro de estar aquí juntos, de compartir la rara felicidad de un verdadero intercambio.

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