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viernes, 27 de diciembre de 2024
Un Comienzo en el Proceso de Recordarse a Uno Mismo
El primer paso para recordarte a ti mismo, consiste en darte cuenta de que no eres un cuerpo. En nuestro sueño de ser un cuerpo, hemos olvidado que debe haber algo más que nos dice que somos y que tenemos un cuerpo. Ese “algo más” es la conciencia de ser.
Cuando empiezas a darte cuenta de que eres más que un cuerpo, toda la conciencia se expande, explorando nuevos horizontes de percepción.
La conciencia se descubre a sí misma y se manifiesta en todo su poder creativo, a través de la mente, experimentando con todo aquello que puede llegar a percibir. Pero, la mente no es autónoma. Lo que le da el Poder a la mente es la misma Fuente Creadora de la conciencia. La mente utiliza ese Poder manifestando mundos semejantes a los que conoce y a los que trata de dar forma. Eso lleva a la mente a perder su identidad, ya que su identidad es sin forma. Para dar forma utiliza una manifestación (el cuerpo), mediante el cual experimenta el mundo de formas que se le presenta delante. La mente ama al cuerpo. Tratar de ampliar los límites de la percepción es un auténtico desafío.
Un principio fundamental a tener presente es el hecho de no-identificación con el cuerpo. La no-identificación con el cuerpo implica ir soltando las barreras y los límites que tenemos para tratar de defenderlo. El cuerpo es neutro y está dirigido por la mente. El cuerpo siempre manifiesta las creencias fundamentales de la personalidad, lo que crees ser, tu identidad. Ahora que sabemos esto, sería el momento de dejar de preocuparnos por el cuerpo y su destino, para enfocar nuestra atención donde realmente está ocurriendo todo: la mente.
El primer paso en este proceso sería aquietar la mente. La mente se encuentra absorta ante el mundo de posibilidades desplegado ante ella y por toda la experiencia percibida a través de los sentidos del cuerpo, a los cuales les ha dado el mismo poder que ella misma tiene: fabricar formas que inevitablemente pasarán.
Ahora bien, la conciencia nunca encuentra la felicidad con los “objetos” que fabrica, por tanto sigue construyendo más en un afán de encontrar la felicidad anhelada. Este es un sueño de la conciencia que ha olvidado quien es.
Mediante el acto de “darse cuenta”, conseguimos entrar en los dominios de la conciencia, los cuales son nuestros propios dominios, y alinearlos con la realidad.
El manejo de la percepción ocurre de forma natural y espontánea cuando comprendes que eres sin forma. La conciencia perdurará sólo en el contexto de identificación con la Fuente Creadora, hasta conseguir abarcar la totalidad que es su destino.
La conciencia tiene que despertar de su sueño. El sueño es creer que todo empieza y acaba aquí, que no hay salida. Si tú crees eso, manifestarás eso. Ese es el poder de la conciencia que crea sólo con el deseo de la mente, al igual que la Fuente Creadora.
Este mundo es tan real o tan falso como tu conciencia quiere que sea. Y esto ocurre con cualquier cosa que se manifieste en tu mundo. Según sea el valor que tú le des a algo, te afectará de una manera u otra. En esto no hay diferencias.
Un cambio en la percepción ocurre cuando consideras todo como acontecimientos que se experimentan jugando. Dentro del contexto del juego, la mente permite cometer errores o no hacerlo “bien”. Esta forma de percepción nos da la oportunidad de intentar de nuevo, como cuando éramos niños y nos caíamos continuamente en nuestro intento de echar a andar para caminar erguidos.
Cuando empiezas a darte cuenta de que eres más que un cuerpo, toda la conciencia se expande, explorando nuevos horizontes de percepción.
La conciencia se descubre a sí misma y se manifiesta en todo su poder creativo, a través de la mente, experimentando con todo aquello que puede llegar a percibir. Pero, la mente no es autónoma. Lo que le da el Poder a la mente es la misma Fuente Creadora de la conciencia. La mente utiliza ese Poder manifestando mundos semejantes a los que conoce y a los que trata de dar forma. Eso lleva a la mente a perder su identidad, ya que su identidad es sin forma. Para dar forma utiliza una manifestación (el cuerpo), mediante el cual experimenta el mundo de formas que se le presenta delante. La mente ama al cuerpo. Tratar de ampliar los límites de la percepción es un auténtico desafío.
Un principio fundamental a tener presente es el hecho de no-identificación con el cuerpo. La no-identificación con el cuerpo implica ir soltando las barreras y los límites que tenemos para tratar de defenderlo. El cuerpo es neutro y está dirigido por la mente. El cuerpo siempre manifiesta las creencias fundamentales de la personalidad, lo que crees ser, tu identidad. Ahora que sabemos esto, sería el momento de dejar de preocuparnos por el cuerpo y su destino, para enfocar nuestra atención donde realmente está ocurriendo todo: la mente.
El primer paso en este proceso sería aquietar la mente. La mente se encuentra absorta ante el mundo de posibilidades desplegado ante ella y por toda la experiencia percibida a través de los sentidos del cuerpo, a los cuales les ha dado el mismo poder que ella misma tiene: fabricar formas que inevitablemente pasarán.
Ahora bien, la conciencia nunca encuentra la felicidad con los “objetos” que fabrica, por tanto sigue construyendo más en un afán de encontrar la felicidad anhelada. Este es un sueño de la conciencia que ha olvidado quien es.
Mediante el acto de “darse cuenta”, conseguimos entrar en los dominios de la conciencia, los cuales son nuestros propios dominios, y alinearlos con la realidad.
El manejo de la percepción ocurre de forma natural y espontánea cuando comprendes que eres sin forma. La conciencia perdurará sólo en el contexto de identificación con la Fuente Creadora, hasta conseguir abarcar la totalidad que es su destino.
La conciencia tiene que despertar de su sueño. El sueño es creer que todo empieza y acaba aquí, que no hay salida. Si tú crees eso, manifestarás eso. Ese es el poder de la conciencia que crea sólo con el deseo de la mente, al igual que la Fuente Creadora.
Este mundo es tan real o tan falso como tu conciencia quiere que sea. Y esto ocurre con cualquier cosa que se manifieste en tu mundo. Según sea el valor que tú le des a algo, te afectará de una manera u otra. En esto no hay diferencias.
Un cambio en la percepción ocurre cuando consideras todo como acontecimientos que se experimentan jugando. Dentro del contexto del juego, la mente permite cometer errores o no hacerlo “bien”. Esta forma de percepción nos da la oportunidad de intentar de nuevo, como cuando éramos niños y nos caíamos continuamente en nuestro intento de echar a andar para caminar erguidos.
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martes, 24 de diciembre de 2024
viernes, 20 de diciembre de 2024
La Batalla por la Libertad de Expresión
Una de las principales batallas que se está librando en Occidente es la batalla por la libertad de expresión. Considerada irrenunciable hasta no hace mucho, su deterioro se ha acelerado tras el exitoso experimento totalitario puesto en marcha durante la pandemia. Sin embargo, los contendientes en esta batalla no son tan obvios como parece. ¿Quiénes son los enemigos de la libertad de expresión, es decir, los amigos de la censura?
En el vértice de la pirámide (nunca mejor dicho) está el Lado Oscuro, esto es, el globalismo de Davos, ese movimiento elitista formado por un grupo de megalómanos con delirios mesiánicos que, desde su soberbia, sienten un gran desprecio e incluso un cierto odio (fruto del temor) hacia el hombre común y hacia su libertad, y sólo desean esclavizarlo «por su propio bien». Sus correas de transmisión preferidas son las instituciones supranacionales, que reúnen tres características: inelegibilidad de sus líderes, opacidad y poder. Es el caso de la UE, la ONU y su IPCC, la OMS o la OCDE, por poner algunos ejemplos.
En segundo lugar, se encuentran los partidos políticos, que, o bien son esclavos de la corrección política que el globalismo marca como linde a la oposición consentida o están directamente infiltrados y controlados por el mismo.
Finalmente, nos encontramos con la inmensa mayoría de medios de comunicación tradicionales, sin los cuales las consignas no podrían ser trasladadas a la población. No se confundan: aunque defiendan posturas opuestas en cuestiones políticas de menor importancia, coinciden prácticamente por unanimidad en los grandes dogmas globalistas, como la ideología de género, el cambio climático o el covid.
La revolución de internet
Debemos poner la situación actual en contexto. Hasta hace muy poco, para informarse, el ciudadano dependía de un oligopolio de medios de comunicación que constituía un estrecho embudo por cuyo filtro tenía que pasar la realidad para llegar a conocimiento de la ciudadanía. Lo que no se publicaba, no existía. Este peaje de obligado paso otorgaba a los medios un poder inmenso.
Su supuesta independencia del poder político nunca pasó de ser una entelequia, pues jamás jugaron el papel de «cuarto poder» independiente, sino que se fusionaron con la política de forma incestuosa: unos defendían a un partido y, otros, al otro; a la oposición y al poder, alternativamente. A pesar de mencionar constantemente la ética, ante las órdenes sus ampulosos códigos deontológicos eran papel mojado. Así, exaltaban las virtudes del partido afín y negaban las del contrario, mientras que lo opuesto ocurría con sus defectos y tropelías, que en un caso eran un desliz sin importancia y en el otro un escándalo mayúsculo. A pesar de sus evidentes sesgos, su carácter de oligopolio convirtió al sector en un gran negocio durante el s. XX. Sin embargo, la tecnología lo cambió todo.
En efecto, internet devastó el modelo de negocio de los medios tradicionales, que se enfrentaron a una competencia imprevista de medios digitales y a una desafección de sus usuarios, liberados de toda atadura. Repentinamente, el peaje por el que los ciudadanos tenían que pasar para conocer la realidad ―y por el que las empresas tenían que pasar para anunciarse― fue puenteado por el acceso directo a fuentes primarias y por las posibilidades de publicidad alternativa que ofrecía la red. Los medios dejaron de ser imprescindibles. Como consecuencia de ello, sufrieron un irrecuperable deterioro económico y un ajuste masivo de plantillas, lo que condujo a una disminución de su nivel profesional (fruto de un enorme desequilibrio entre oferta y demanda de periodistas). En paralelo a esta enorme destrucción de valor, su poder se convirtió en una sombra de lo que había sido, aunque la arrogancia con la que estaban acostumbrados a actuar continuara por inercia.
Para el globalismo, este movimiento tectónico supuso una noticia ambivalente. Por un lado, siempre había preferido lidiar con pocos actores, más fáciles de controlar cuanto menor fuera su número (¿por qué creen que, en su objetivo de controlar la producción alimentaria, ha declarado la guerra a los pequeños agricultores y ganaderos independientes en favor de grandes corporaciones?). Por otro lado, aunque la multiplicación de actores dificultara su control, la mayor vulnerabilidad financiera de los medios tradicionales aumentaba su dependencia de fuentes de financiación externas, públicas o privadas, frecuentemente opacas, y por tanto su sumisión a quienes las proveyeran.
Sin embargo, la mejor noticia para el globalismo fue que internet fue pronto controlado por un número muy reducido de jugadores. El mercado de motores de búsqueda se convirtió prácticamente en un monopolio en manos de Google (90% de cuota de mercado mundial), y las redes sociales se convirtieron en un oligopolio de dos: Meta y X (antes, Twitter). El globalismo no necesitaba más que controlar a tres actores.
En cuanto a Google, los algoritmos del buscador favorecían unas noticias frente a otras y primaban a los fact-checkers, chiringuitos ideados y muchos de ellos financiados por el globalismo con la misión de desacreditar toda información hostil, es decir, una policía del pensamiento o, si lo prefieren, una especie de Gestapo de internet.
En cuanto a las redes sociales, la herramienta elegida fue la censura de toda noticia políticamente incorrecta llegando al extremo de querer influir en las elecciones norteamericanas del 2020 al eliminar, de forma alucinante, la cuenta del presidente en ejercicio. Cualquier noticia que cuestionara los tabúes del globalismo, como la consigna climática o el relato oficial del covid ―por muy respetable, rigurosa, objetiva o científica que fuera―, era inmediatamente eliminada.
A esta escandalosa normalización de la censura en redes se unió la censura en los medios tradicionales y, sobre todo, la generalización de la autocensura de la corrección política, una eficaz herramienta de control cuya sombra cubre incluso conversaciones privadas, como ocurría en la Unión Soviética (a la que cada vez se parece más la Unión Europea). Todo ello ha constituido un ataque concertado contra la libertad que no se vivía desde los sistemas totalitarios del s. XX y contribuye a vaciar de contenido las democracias para transformarlas en tiranías encubiertas que guardan las apariencias mediante una ficción: el ritual inconsecuente de depositar cada cuatro años un voto perfectamente inútil.
Davos y el control de la información
El control de la información es un elemento clave para el globalismo como lo fue para los sistemas totalitarios del s. XX, pues, por muy opresivo que sea el sistema político, la permanencia en el poder depende de cierto grado de aquiescencia de la población. Así como las dictaduras comunistas la controlaron de modo insidioso, ocultando astutamente sus verdaderas intenciones (bajo sus actuales disfraces, el marxismo cultural aún lo hace), la dictadura nacionalsocialista de Hitler lo hizo de modo menos pudoroso. En efecto, su máximo órgano censor se denominó abiertamente Ministerio de Propaganda, aunque Goebbels había sugerido llamarlo Ministerio de Cultura. Tras controlar con mano férrea todo lo que se publicaba, el propio Goebbels escribió en su diario: «Cualquiera que aún mantenga un vestigio de honor se cuidará mucho de no convertirse en periodista». Me pregunto si la máxima vuelve a ser aplicable hoy.
La reacción de Davos al cambio de propiedad de Twitter ha sido señalar a la libertad de expresión (que ellos denominan «desinformación») como enemigo público número uno. Para que se hagan una idea de la importancia que le dan a este hecho, una organización británica ligada al laborismo, que ayudó activamente a la campaña de Kamala Harris, consideraba su primer objetivo «acabar con el Twitter de Musk» (sic).
En este sentido, el laboratorio por excelencia del globalismo, la Unión Europea, fue pionera del ataque a la libertad de expresión al aprobar en diciembre del 2020 la controvertida Ley de Servicios Digitales con el objeto escasamente disimulado de controlar la información que se publicaba en redes. No es casualidad que su aprobación coincidiera con el experimento totalitario del covid, puesto que su función inicial era evitar que surgieran relatos contrarios a la falsa consigna oficial. Recuerden que las principales fuentes de desinformación durante la pandemia fueron precisamente la propia UE, los políticos y los medios, que transmitieron a la población un Himalaya de falsedades a cada cual más grotesca, no en balde la señal indeleble del globalismo es la mentira.
Fuente: fpcs
En el vértice de la pirámide (nunca mejor dicho) está el Lado Oscuro, esto es, el globalismo de Davos, ese movimiento elitista formado por un grupo de megalómanos con delirios mesiánicos que, desde su soberbia, sienten un gran desprecio e incluso un cierto odio (fruto del temor) hacia el hombre común y hacia su libertad, y sólo desean esclavizarlo «por su propio bien». Sus correas de transmisión preferidas son las instituciones supranacionales, que reúnen tres características: inelegibilidad de sus líderes, opacidad y poder. Es el caso de la UE, la ONU y su IPCC, la OMS o la OCDE, por poner algunos ejemplos.
En segundo lugar, se encuentran los partidos políticos, que, o bien son esclavos de la corrección política que el globalismo marca como linde a la oposición consentida o están directamente infiltrados y controlados por el mismo.
Finalmente, nos encontramos con la inmensa mayoría de medios de comunicación tradicionales, sin los cuales las consignas no podrían ser trasladadas a la población. No se confundan: aunque defiendan posturas opuestas en cuestiones políticas de menor importancia, coinciden prácticamente por unanimidad en los grandes dogmas globalistas, como la ideología de género, el cambio climático o el covid.
La revolución de internet
Debemos poner la situación actual en contexto. Hasta hace muy poco, para informarse, el ciudadano dependía de un oligopolio de medios de comunicación que constituía un estrecho embudo por cuyo filtro tenía que pasar la realidad para llegar a conocimiento de la ciudadanía. Lo que no se publicaba, no existía. Este peaje de obligado paso otorgaba a los medios un poder inmenso.
Su supuesta independencia del poder político nunca pasó de ser una entelequia, pues jamás jugaron el papel de «cuarto poder» independiente, sino que se fusionaron con la política de forma incestuosa: unos defendían a un partido y, otros, al otro; a la oposición y al poder, alternativamente. A pesar de mencionar constantemente la ética, ante las órdenes sus ampulosos códigos deontológicos eran papel mojado. Así, exaltaban las virtudes del partido afín y negaban las del contrario, mientras que lo opuesto ocurría con sus defectos y tropelías, que en un caso eran un desliz sin importancia y en el otro un escándalo mayúsculo. A pesar de sus evidentes sesgos, su carácter de oligopolio convirtió al sector en un gran negocio durante el s. XX. Sin embargo, la tecnología lo cambió todo.
En efecto, internet devastó el modelo de negocio de los medios tradicionales, que se enfrentaron a una competencia imprevista de medios digitales y a una desafección de sus usuarios, liberados de toda atadura. Repentinamente, el peaje por el que los ciudadanos tenían que pasar para conocer la realidad ―y por el que las empresas tenían que pasar para anunciarse― fue puenteado por el acceso directo a fuentes primarias y por las posibilidades de publicidad alternativa que ofrecía la red. Los medios dejaron de ser imprescindibles. Como consecuencia de ello, sufrieron un irrecuperable deterioro económico y un ajuste masivo de plantillas, lo que condujo a una disminución de su nivel profesional (fruto de un enorme desequilibrio entre oferta y demanda de periodistas). En paralelo a esta enorme destrucción de valor, su poder se convirtió en una sombra de lo que había sido, aunque la arrogancia con la que estaban acostumbrados a actuar continuara por inercia.
Para el globalismo, este movimiento tectónico supuso una noticia ambivalente. Por un lado, siempre había preferido lidiar con pocos actores, más fáciles de controlar cuanto menor fuera su número (¿por qué creen que, en su objetivo de controlar la producción alimentaria, ha declarado la guerra a los pequeños agricultores y ganaderos independientes en favor de grandes corporaciones?). Por otro lado, aunque la multiplicación de actores dificultara su control, la mayor vulnerabilidad financiera de los medios tradicionales aumentaba su dependencia de fuentes de financiación externas, públicas o privadas, frecuentemente opacas, y por tanto su sumisión a quienes las proveyeran.
Sin embargo, la mejor noticia para el globalismo fue que internet fue pronto controlado por un número muy reducido de jugadores. El mercado de motores de búsqueda se convirtió prácticamente en un monopolio en manos de Google (90% de cuota de mercado mundial), y las redes sociales se convirtieron en un oligopolio de dos: Meta y X (antes, Twitter). El globalismo no necesitaba más que controlar a tres actores.
En cuanto a Google, los algoritmos del buscador favorecían unas noticias frente a otras y primaban a los fact-checkers, chiringuitos ideados y muchos de ellos financiados por el globalismo con la misión de desacreditar toda información hostil, es decir, una policía del pensamiento o, si lo prefieren, una especie de Gestapo de internet.
En cuanto a las redes sociales, la herramienta elegida fue la censura de toda noticia políticamente incorrecta llegando al extremo de querer influir en las elecciones norteamericanas del 2020 al eliminar, de forma alucinante, la cuenta del presidente en ejercicio. Cualquier noticia que cuestionara los tabúes del globalismo, como la consigna climática o el relato oficial del covid ―por muy respetable, rigurosa, objetiva o científica que fuera―, era inmediatamente eliminada.
A esta escandalosa normalización de la censura en redes se unió la censura en los medios tradicionales y, sobre todo, la generalización de la autocensura de la corrección política, una eficaz herramienta de control cuya sombra cubre incluso conversaciones privadas, como ocurría en la Unión Soviética (a la que cada vez se parece más la Unión Europea). Todo ello ha constituido un ataque concertado contra la libertad que no se vivía desde los sistemas totalitarios del s. XX y contribuye a vaciar de contenido las democracias para transformarlas en tiranías encubiertas que guardan las apariencias mediante una ficción: el ritual inconsecuente de depositar cada cuatro años un voto perfectamente inútil.
Davos y el control de la información
El control de la información es un elemento clave para el globalismo como lo fue para los sistemas totalitarios del s. XX, pues, por muy opresivo que sea el sistema político, la permanencia en el poder depende de cierto grado de aquiescencia de la población. Así como las dictaduras comunistas la controlaron de modo insidioso, ocultando astutamente sus verdaderas intenciones (bajo sus actuales disfraces, el marxismo cultural aún lo hace), la dictadura nacionalsocialista de Hitler lo hizo de modo menos pudoroso. En efecto, su máximo órgano censor se denominó abiertamente Ministerio de Propaganda, aunque Goebbels había sugerido llamarlo Ministerio de Cultura. Tras controlar con mano férrea todo lo que se publicaba, el propio Goebbels escribió en su diario: «Cualquiera que aún mantenga un vestigio de honor se cuidará mucho de no convertirse en periodista». Me pregunto si la máxima vuelve a ser aplicable hoy.
La reacción de Davos al cambio de propiedad de Twitter ha sido señalar a la libertad de expresión (que ellos denominan «desinformación») como enemigo público número uno. Para que se hagan una idea de la importancia que le dan a este hecho, una organización británica ligada al laborismo, que ayudó activamente a la campaña de Kamala Harris, consideraba su primer objetivo «acabar con el Twitter de Musk» (sic).
En este sentido, el laboratorio por excelencia del globalismo, la Unión Europea, fue pionera del ataque a la libertad de expresión al aprobar en diciembre del 2020 la controvertida Ley de Servicios Digitales con el objeto escasamente disimulado de controlar la información que se publicaba en redes. No es casualidad que su aprobación coincidiera con el experimento totalitario del covid, puesto que su función inicial era evitar que surgieran relatos contrarios a la falsa consigna oficial. Recuerden que las principales fuentes de desinformación durante la pandemia fueron precisamente la propia UE, los políticos y los medios, que transmitieron a la población un Himalaya de falsedades a cada cual más grotesca, no en balde la señal indeleble del globalismo es la mentira.
Fuente: fpcs
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jueves, 5 de diciembre de 2024
Drenar el Pantano de la Corrupción Política
El movimiento progresista, que surgió y floreció entre 1890 y 1920, se caracterizó por un aumento del activismo social destinado a limpiar el gobierno de la corrupción y reducir la influencia de los jefes políticos. Esta era también estuvo marcada por una reacción a las marcadas disparidades económicas de la Edad Dorada. Si bien existían historias individuales de movilidad ascendente de la pobreza a la riqueza, los progresistas abogaban por un cambio sistémico bajo el lema de la “equidad”, abogando por estructuras sociales que hicieran que la riqueza fuera más accesible para todos.
El pensamiento progresista tenía como eje central la creencia en el uso de la ciencia, la tecnología y la gestión moderna para abordar los problemas sociales. Imaginaban un mundo en el que los seres humanos pudieran ser condicionados, como los niños o las mascotas, para maximizar su potencial dentro de una economía gestionada científicamente, bajo la guía de un gobierno federal sabio y benévolo.
Esta visión no se refería sólo a la igualdad económica, sino también a la mejora de la condición humana mediante el esfuerzo colectivo, a menudo a expensas de valores tradicionales como la responsabilidad personal, la moralidad y la soberanía individual. Los progresistas apoyaban la idea de que la intervención del gobierno en los asuntos económicos y sociales era necesaria para el bien común, siempre que los ciudadanos cumplieran con este nuevo contrato social.
Entre los primeros progresistas había muchos reformistas sinceros, algunos impulsados por la ciencia, otros por el celo religioso y otros por el deseo de fusionar ambas cosas. Filántropos como Andrew Carnegie financiaron bibliotecas para difundir el conocimiento, mientras que otros buscaban remodelar la nación según sus ideales reformistas. Sin embargo, también hubo entre ellos quienes coquetearon con ideologías socialistas o comunistas o las abrazaron, que tradicionalmente no estaban alineadas con los valores estadounidenses.
La reforma educativa fue otro punto central. Los progresistas modernizaron las escuelas, ampliando su alcance e influencia, particularmente en las áreas urbanas. Esto condujo a un aumento significativo de la clase media educada, que a menudo era la columna vertebral del apoyo a las políticas progresistas. El establecimiento de la titularidad académica basada en la producción académica condujo inadvertidamente a sesgos de tendencia izquierdista en la educación, lo que influyó en el contenido curricular y las inclinaciones ideológicas de los educadores.
Después de casi un siglo de influencia progresista en la educación, los resultados han sido dispares. Las escuelas secundarias públicas están graduando a estudiantes que carecen de habilidades básicas como la lectura o la alfabetización financiera, mientras que las universidades son criticadas por ofrecer títulos con perspectivas profesionales cuestionables y producir graduados más centrados en el beneficio personal que en consideraciones éticas.
El movimiento progresista actual se ha distanciado significativamente de los ideales de figuras como Theodore Roosevelt. El progresismo moderno se caracteriza a menudo por su enfoque pragmático, en el que se difumina la distinción entre practicidad e idealismo, o entre hechos y valores. Se considera que el fin justifica los medios, incluso si implican perturbación social o ambigüedad moral. Esta evolución ha llevado a un sistema en el que se puede manipular la verdad, se agitan las emociones, se demoniza a los oponentes y se emplea la propaganda para mantener el control.
Los progresistas modernos abogan por la inclusión y la aceptación, pero a menudo se los critica por su intolerancia hacia el disenso. Sus políticas económicas, que se centran en la redistribución de la riqueza, a veces pasan por alto las implicaciones prácticas o la justicia, y priorizan los resultados deseados por sobre el debate racional. Esto ha llevado a una cultura en la que cuestionar estas políticas puede dar lugar a ataques personales o profesionales, socavando los principios mismos de diversidad y respeto que dicen defender.
La crisis económica de 2008, a menudo atribuida erróneamente al capitalismo desenfrenado de libre mercado, fue contribuido significativamente por políticas progresistas como la Ley de Reinversión Comunitaria, que presionó a los bancos para que prestaran a prestatarios menos solventes en nombre de la equidad social.
Herbert I. London, en su ensayo “Los peligros de la arrogancia”, publicado por el Hudson Institute en 2002, ofreció un análisis esclarecedor de los peligros del exceso de confianza en la gobernanza. Subrayó la arrogancia de la administración de Lyndon Johnson al creer que con suficiente apoyo político y recursos, el gobierno podría resolver problemas sociales profundamente arraigados como la pobreza.
La guerra contra la pobreza, a pesar de la enorme inversión financiera realizada desde los años 1960, no logró erradicar estos problemas, pero la fe en las soluciones gubernamentales persiste, a menudo ignorando las lecciones históricas y las limitaciones inherentes de las políticas públicas.
Los partidarios de la ideología progresista suelen tener un alto nivel educativo, lo que refleja los orígenes del movimiento, que se basa en la aplicación de la metodología científica a la gobernanza social. Este movimiento, que en un principio pretendía contrarrestar los excesos de la Edad Dorada, pretendía eliminar elementos subjetivos como la religión y la tradición de la esfera pública.
Sin embargo, con el tiempo, esto ha evolucionado hacia una ideología humanista que prioriza las respuestas emocionales sobre el análisis objetivo. El pensamiento crítico y el razonamiento lógico, que alguna vez fueron características distintivas de la educación, han sido minimizados en muchos entornos académicos, lo que ha permitido que el pensamiento progresista penetre profundamente en el sistema educativo e influya en los estudiantes para que cuestionen o incluso desprecien valores estadounidenses fundamentales como la soberanía individual, el capitalismo y los absolutos morales.
Es importante aclarar que la crítica que se hace aquí no aboga por un gobierno teocrático, reconociendo los escollos históricos en los que el fervor religioso ha llevado a la tiranía. Por el contrario, un rechazo total de los elementos espirituales o metafísicos en el gobierno humano tiene sus propios peligros, y puede llevar a una dependencia excesiva de la razón humana, carente de fundamento moral.
Los documentos fundacionales de los Estados Unidos hacen referencia con frecuencia a una autoridad superior, lo que sugiere un reconocimiento de algo más que el mero designio humano en el gobierno de la sociedad. El progresismo, al poner la voluntad humana por encima de todo lo demás, revela sus propias tendencias narcisistas. Las políticas impulsadas por esta ideología han demostrado con frecuencia ser insostenibles y han conducido a una decadencia social en lugar de a la utopía prometida.
La situación actual muestra un panorama mediático que ha pasado en gran medida de un periodismo objetivo a un periodismo de defensa de intereses, que sirve como portavoz de las agendas progresistas. Este cambio es evidente en la uniformidad de los noticieros nocturnos, que a menudo presentan la misma narrativa (incluso con las mismas palabras), lo que sugiere un esfuerzo coordinado para moldear la percepción pública...
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miércoles, 16 de octubre de 2024
Operaciones de Dispersión de Estelas Persistentes a Baja y Media Cota
Los encargados de la configuración rápida, son los Técnicos en Dispersión Aérea de Materiales del «910th Aircraft Maintenance Squadron».
En la siguiente foto, se puede observar el equipo compacto para Dispersión Aérea, sobre bancada estándar de contenedor militar.
Subida la bancada con el equipo y conectada en la bodega de carga, solo falta la instalación de los dispersores, la conexión de las válvulas y la carga de Aerosoles.
En la siguiente foto, observamos la conversión rápida del modelo C-130 para Operaciones ´de Dispersión de Estelas Persistentes.
Una vez que han sido instalados y propiamente fijados, comienza la conexión hidráulica con los depósitos de Aerosoles.
Cuando el sistema está conectado y cargado de fluidos, comienza la inspección de las válvulas de recirculación e inspecciones y chequeos pre-vuelo.
Una vez que todo esta inspeccionado por triplicado, puede dar comienzo la Operación Climática de Dispersión de Estelas Persistentes.
Por desgracia para todos los Seres Vivos, este tipo de Operaciones hace tiempo que no respetan las zonas pobladas, como muestra la siguiente foto.
Desde el Observatorio de Geoingeniería, rechazamos este tipo de actividades, así como a los Políticos que las permiten (ignorantes o no), con la complicidad de los Medios de Comunicación y Servicios Meteorológicos.
La implementación de estas Operaciones Ilegales, resultan un atentado para el desarrollo de la vida, contaminan los suelos y aguas de forma duradera sin ningún amparo legal.
Fuente: Observatorio de Geoingeniería en España
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sábado, 12 de octubre de 2024
La Danza de la Democracia con el Despotismo Digital
Cómo la tentación tecnocrática
convierte las soluciones de silicio
en control social
Estos movimientos, que se alimentan del miedo y la división, ponen de relieve no sólo una grieta sino un abismo en la confianza pública, una brecha tan amplia que plantea la pregunta: ¿se trata de un caos orquestado o es simplemente un torpe tropiezo hacia una nueva oligarquía vestida de tecnócrata?
Piensen en esto: mientras la democracia se tambalea, sin poder encontrar relevancia, ¿no estamos presenciando el escenario que se está preparando para una toma de poder tecnocrática? Imaginen un futuro en el que su "voto" tenga el mismo impacto que un "me gusta" en el último tuit de un ejecutivo corporativo sobre políticas.
Aquí, los titanes de la industria y los políticos experimentados se fusionan en una bestia híbrida que promete eficiencia, pero ¿a costa de qué? De su voz, de su elección, de su democracia.
La tecnocracia, disfrazada de pericia y eficiencia, promete resolver problemas con la precisión de un cirujano. Pero no seamos ingenuos: no se trata de resolver problemas, sino de controlarlos.
Cuando Estados Unidos coqueteó con la idea a través de su Iniciativa de Empleos en la Industria Manufacturera, no se trataba sólo de obtener información; era una prueba de un modelo de gobernanza en el que las decisiones se toman en las salas de juntas, no en las urnas. En este caso, el "método científico" se convierte en un pretexto para la autocracia, en la que las decisiones son tan estériles y carentes de toque humano como un algoritmo.
El ethos tecnocrático presupone que quienes están en la cima, esos supuestos expertos, actuarán en beneficio del público, pero la historia se burla de esa idea. Tomemos como ejemplo el Partido Comunista Chino, un ejemplo perfecto de gobierno tecnocrático. ¿Eficiencia? Sin duda, pero ¿a qué precio? La libertad, el disenso y la individualidad quedan aplastados bajo el disfraz de la unidad y el progreso. Aquí es donde entra en juego el cinismo: si la eficiencia es la medida del éxito, entonces tal vez todos deberíamos aspirar a ser tan "exitosos" como los zánganos en una colmena.
Y luego está Singapur, a menudo presentado como el ejemplo perfecto de la tecnocracia. Sí, es limpio, es rico, es avanzado. Pero si se le quitan las capas, ¿qué se encuentra? Una sociedad donde la riqueza del debate público es suplantada por la esterilidad del consenso impuesto. Aquí, el gobierno actúa más como una entidad corporativa, donde la opinión pública es una mera formalidad, no una base.
Aquí estamos, a la sombra de los ecos de la Gran Depresión, donde la idea de la tecnocracia encontró por primera vez un terreno fértil. Si avanzamos rápidamente hasta hoy, no sólo estamos coqueteando con la tecnocracia; estamos a punto de casarnos con ella, impulsados por la misma desilusión con la ineptitud política. Pero no seamos románticos con esta unión.
El atractivo histórico de la tecnocracia, esa idea de reemplazar a los políticos torpes por la eficiencia impecable de los científicos e ingenieros, siempre vuelve como un mal hábito en tiempos de crisis. Pero piénsenlo: ¿estamos considerando realmente entregar las riendas del poder a los Zuckerberg y Musk del mundo porque nuestros líderes actuales no pueden aprobar leyes sin convertirlas en un circo?
Analicemos esto con ojo crítico. Los Koch y los Zuckerberg de nuestra era, a través de sus opacas sociedades de responsabilidad limitada y sus fondos ilimitados, no sólo susurran en los oídos de los políticos; prácticamente están escribiendo el guión. No se trata de una mera influencia; es un golpe suave de la élite tecnocrática, que pasa por alto el proceso democrático bajo el pretexto de la "eficiencia" y la "resolución de problemas".
Ahora bien, consideremos las implicaciones: cuando recurrimos al sector privado, a estos titanes de la industria, para que nos den la gobernanza, ¿qué estamos pidiendo realmente? Eficiencia, sí, pero ¿a qué precio? La democracia prospera gracias al debate, la diversidad y, a veces, un delicioso caos. La tecnocracia, en cambio, opera con algoritmos y resultados.
Cuando Elon Musk propone una solución, es brillante, es elegante, pero la política no se trata sólo de soluciones; se trata de consenso, de navegar por el desorden humano que ninguna IA o algoritmo puede comprender o gestionar por completo.
Aquí es donde la teoría económica contraataca: en una tecnocracia, las decisiones son económicas, no políticas. Tienen que ver con optimizar los recursos, no con optimizar el bienestar humano. Cuando los líderes de la industria asumen el control, sus soluciones pueden verse muy bien en un estado de resultados, pero podrían ignorar las necesidades matizadas de una población diversa.
Y pongamos un poco de cinismo en esto: estos tecnócratas, con sus imperios tecnológicos e iniciativas multimillonarias, no sólo están jugando a hacer políticas; están creando un mundo en el que su dominio económico se traduzca en poder político. ¿Estamos preparados para vivir en una sociedad en la que las decisiones de unos pocos en las juntas directivas dicten la vida cotidiana de la mayoría?
La tecnocracia es una bestia fundamentalmente diferente, que muy bien podría devorar los principios de representación y escupir un modelo de gobierno corporativo simplificado, pero sin alma. ¿Estamos preparados para hacer ese trato o deberíamos luchar para corregir las fallas democráticas que hacen que la tecnocracia parezca una ruta de escape atractiva?
El escepticismo hacia la tecnocracia no se trata sólo de temer al cambio, sino de reconocer patrones que podrían conducir a una consolidación de poder sin precedentes.
La idea de que la tecnocracia podría eliminar la propiedad privada bajo el pretexto de la eficiencia o la gestión económica no es sólo un temor teórico; tiene sus raíces en ejemplos históricos en los que el control central sobre los recursos económicos condujo a una reducción significativa de las libertades individuales.
La Comisión Trilateral, con su enfoque en la integración de políticas entre continentes, de hecho presenta una fachada de mejora de la gobernanza democrática, pero su enfoque de "gestionar" la democracia al sugerir una reducción de sus excesos puede ser visto como un movimiento hacia un control más autocrático.
Profundicemos en las implicaciones de este cambio tecnocrático:
• Control económico: si los tecnócratas deciden la distribución de los recursos, ¿qué sucede con el espíritu emprendedor, la innovación o incluso la ambición personal? La noción de renta básica universal, si bien en la superficie brinda seguridad, también podría verse como una herramienta de control. Cuando el sistema satisface tus necesidades básicas, ¿con qué libertad puedes oponerte a él?
• Vigilancia y datos: el escenario en el que empresas como Google o Amazon se convierten en parte integral de la vida cotidiana no se trata solo de conveniencia; se trata de vigilancia. Los datos que recopilan podrían, en teoría, usarse para predecir, influir y controlar el comportamiento. Aquí, la tecnocracia no solo gobierna; monitorea, predice y potencialmente manipula.
• Títeres políticos: La idea de que los políticos podrían ser ya "idiotas útiles" en un sistema tecnocrático donde las decisiones las toman expertos no electos o entidades corporativas pone en entredicho la esencia misma de la democracia representativa. De ser cierta, las elecciones se convertirían en meras formalidades, no en expresiones de la voluntad pública, sino en validaciones de opciones preseleccionadas por las élites tecnocráticas.
Esta tecnocracia en expansión, en la que las empresas tecnológicas y los organismos no electos tienen potencialmente más influencia sobre la vida cotidiana que los funcionarios electos, pinta un panorama de un nuevo orden mundial. Es un mundo en el que la eficiencia y el avance tecnológico pueden darse a costa de la privacidad, la libertad y la participación democrática.
La pregunta crítica entonces es: ¿estamos dispuestos, como sociedad, a cambiar el desorden de la democracia por la eficiencia simplificada, aunque potencialmente desalmada, de la tecnocracia? ¿O podemos encontrar un equilibrio en el que la tecnología sirva a la humanidad sin gobernarla, en el que la innovación prospere junto con la privacidad y los derechos individuales? Este debate no es sólo para los teóricos de la conspiración, sino para cualquiera que esté preocupado por la trayectoria futura de la gobernanza global.
Fuente: A Lily Bit
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