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sábado, 9 de marzo de 2024

Hispanidad de Blas Piñar

Uno de los especímenes más característicos del régimen vigente en España estas últimas décadas es aquella figura pública —principalmente político o periodista— que, a la manera de quien se asoma a la ventana cada mañana para decidir qué ropa ponerse, echa un vistazo al entorno para ver quién manda o qué opinión es mayoritaria y entonces decide qué convicciones defender. Ahí tenemos por ejemplo a aquel falangista que lloró la muerte de Franco desde las páginas de Arriba, luego le escribió a Suárez el discurso «Puedo prometer y prometo» y más adelante encontró siempre ocasión de reconocer los incuestionables méritos de cada sucesivo ocupante de La Moncloa. Lo último que recuerda servidor de él es un discurso en la radio ardientemente feminista, doctrina que no parecía preocuparle décadas antes, pero ahora sí. Hace poco se retiró, sumando múltiples premios de reconocimiento a su trayectoria periodística y dejando a dos hijas bien colocadas en los medios. Puro R-78.



En tal contexto de hombres carentes de columna vertebral, esponjosos, suavitos, vacíos por dentro, que miran a la cámara sosteniendo con aplomo lo que toque decir ese día y que probablemente será opuesto a lo de ayer o a lo de mañana, una figura con tantas aristas como la de Blas Piñar resulta incomprensible para muchos, ¡con todo lo español que era, aún les parecerá un extraterrestre! Fue alguien de marcadísima personalidad que defendió a lo largo de toda su vida con vehemencia, constancia y una brillantez oratoria portentosa unas convicciones que podríamos resumir, usando sus palabras, en dos fundamentales: la cruz y la bandera. El catolicismo y el patriotismo español. Enarboló en público lo que pensaba, aunque eso le costase el escarnio y la destitución durante el franquismo —como luego veremos— y con la misma firmeza en los años posteriores votó con presciente lucidez y en solitario contra los Estatutos de Autonomía en su paso por el Congreso; igualmente, criticó la naciente Constitución en su fundamento antinacional que entonces nadie quiso ver, así como ciertos aspectos de la modernidad (cuando aún no existía la palabra «woke»). En todo ello el tiempo ha terminado por darle la razón.

Pero tiene aristas, decíamos, pues un mismo atributo puede ser una virtud o un defecto según la situación. No negaremos que a veces escuchando o leyéndole ciertos discursos nos resulte obstinado e intransigente hasta parecer antipático. La vida también consiste en adaptarse a los demás, aprender y examinar críticamente el propio comportamiento e ideas... Su visión de la Guerra Civil, por ejemplo, como una cruzada rebosante de épica y heroísmo, cuando el enemigo allí no dejaron de ser otros españoles, la mitad de la nación, no es lo que uno esperaría desde una perspectiva realmente patriótica (ahora es la izquierda la que fantasea con aquel cruel enfrentamiento fratricida, aspirando a ganarlo retroactivamente). Aunque lo juzgaríamos un tanto a la ligera si ignorásemos su biografía, puesto que su padre, militar, fue parte de los resistentes dentro del Alcázar de Toledo, mientras que a él la guerra lo sorprendió en Madrid estudiando derecho y, tras refugiarse en varias embajadas, vivió en la clandestinidad hasta el final del conflicto. Esa experiencia cinceló en su alma un anticomunismo diamantino, aunque no por ello se volvió liberal.

Pocos años después a Blas Piñar le ofrecieron un cargo diplomático en Filipinas, pero él prefirió continuar su carrera de notario con el fin de ganar una mayor preparación antes de volcarse en la política. Mientras tanto, en 1946 se celebró en San Lorenzo de El Escorial un congreso de países hispanoamericanos llamado Pax Romana, en el cual se decidió crear una institución pública que fomentase los vínculos culturales entre los diferentes países hispanos y fue a la dirección de la misma a la que, ya en 1957, accedió nuestro protagonista.

El Instituto de Cultura Hispánica
Más allá de las innumerables polémicas en las que estuvo envuelto en su casi centenaria vida, de los aciertos o errores de su activismo político que hemos esbozado previamente, fueron los cinco años que estuvo al frente de esta institución los más fructíferos, aquellos que ahora quisiéramos resaltar por el ejemplo que suponen para el presente y futuro y, aún diríamos, los que también él mismo consideró más importantes de su trayectoria, pues gracias a ellos según dijo «tuve el raro privilegio de hacerme español del todo, al ganar la dimensión americana y filipina». A este periodo dedicó el completísimo libro Blas Piñar y la Hispanidad la profesora de la Universidad Complutense Margarita Cantera Montenegro, que tomaremos como referencia en las próximas líneas. Capitaneando el Instituto de Cultura Hispánica nuestro protagonista fue desarrollando toda una cosmovisión acerca de la Hispanidad, descrita a menudo en términos poéticos, pero muy consciente al mismo tiempo de la realidad y los obstáculos a los que se enfrentaba. Su planteamiento de esta partía de tres premisas que se deducen cada una de la anterior.

En primer lugar, la Hispanidad no debe entenderse como nostalgia imperial. Aunque debemos estar orgullosos de nuestra historia, decía, el Imperio fue solo «una fórmula política, un expediente pasajero, contingente, susceptible de mudanza y de cambio». La independencia política de las naciones que la conforman no debe entenderse como una traición o deslealtad, más bien al contrario, como explica en su discurso Mística y política de la Hispanidad: «Creímos que las Provincias emancipadas hacían, con el gesto independiente, una manifestación tajante, definitiva y pública de repudio a la España materna y progenitora que, cubierta de luto, lloraba la incomprensión de sus hijas, cuando la realidad era que la España de comienzos del XIX era la hija mayor que había desfigurado su rostro, la "vieja y tahúr, zaragatera y triste", que dibujara Antonio Machado y que repelía a la más noble juventud de América. Las provincias españolas de América y de Asia, Hispanoamérica y Filipinas, repudiaron a esa España en metamorfosis que se había traicionado a sí misma, pero no repudiaron a la Hispanidad. Más aún, por ser fieles a la Hispanidad, por entender que la España de su tiempo no respondía a las exigencias ideológicas del mayorazgo, se hicieron independientes y soberanas». En consonancia con lo anterior, Piñar sostenía que de la misma manera que cada americano debe reaccionar con orgullo al estudiar la figura de los conquistadores, los españoles debían percibir como héroes propios a cada uno de los emancipadores. Él mismo dedicó múltiples discursos a glosar la figura de Simón Bolivar, «criollo ilustre, español de temperamento y porte», así como acudió a la inauguración en 1960 de una exposición sobre su figura en Bilbao (ciudad en la que el libertador vivió una temporada y donde llegó a casarse con una lugareña).

En segundo lugar, como expuso en otra ocasión, «España es uno más entre los pueblos hispánicos, en pie de igualdad con ellos, sin ningún asomo de hegemonía, paternalismo o dirección». España es la madre común de los países hispanos, creó la Hispanidad («ese fue su secreto y su orgullo») pero no es la Hispanidad, siguiendo una hermosa metáfora que tomó de un poeta uruguayo: «es como una llama que, encendida en el leño ancestral de los olmos, los robles y las encinas de la Península, prende y a la vez se nutre, vigoriza y alimenta con las maderas y los troncos de vuestros montes y vuestras cordilleras vírgenes». Un imperio que se fundó sobre el principio establecido por Isabel la Católica de que los americanos eran vasallos semejantes a los de la península y que replicó sus instituciones, trasplantando su cultura y valores al nuevo mundo, donde buscó almas que evangelizar antes que recursos que expoliar (la Corona cobraba el Quinto Real, dejando el 80% restante a los virreinatos), no tendría sentido que sirviera de matriz para un proyecto político eurocéntrico de subordinación y dominio neocolonial. En línea con lo anterior, también consideraba que «no podemos desunirnos porque simpaticemos o antipaticemos con el régimen político interno de cada país». Propósito que sigue teniendo plena vigencia hoy día, si lo aplicamos particularmente al signo político de cada gobierno y cada presidente.

En tercer lugar, como consecuencia de los anteriores, la Hispanidad es ante todo una tarea pendiente, un proyecto para el futuro, citando a su admirado Maeztu es una flecha caída a mitad del camino, que espera el brazo que la recoja y lance al blanco, o una sinfonía interrumpida, que está pidiendo los músicos que sepan continuarla, «es más que recuerdo, empresa; más que sentimiento, voluntad de fundación (…) hecha de cielo y barro, de estrella y surco». Según la descripción de su propósito hecha por la mencionada Margarita Cantera «su obsesión por lograr la articulación plena de la comunidad de pueblos hispánicos respondía a la conciencia de que cada una de nuestras naciones aislada apenas puede aspirar a hacerse respetar en el panorama mundial, y especialmente frente a las más poderosas que marcan las pautas de la política internacional. Pero si realmente se articulase la comunidad, la Hispanidad conseguiría la fuerza de una gran y poderosa familia por el número de habitantes que la forman y sus posibilidades económicas, muchas de ellas apenas desarrolladas y tendría una fuerte presencia en el orden mundial». La geopolítica como razón última.


Autor: Javier Bilbao Nacido en Baracaldo como buen bilbaíno, estudió en San Sebastián y encontró su sitio en internet y en Madrid. Ha trabajado en varias agencias de comunicación y escribió en Jot Down durante una década, donde adquirió el vicio de divagar sobre cultura/historia/política. Se ve que lo suyo ya no tiene arreglo.

Fuente: Ideas

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